jueves, 9 de septiembre de 2010

A favor de otra mirada




Existe la mirada que encierra, la mirada que da una perspectiva, la
mirada que te hace sentir que estás creciendo, la mirada que se clava
en ti, la mirada que reconoce el eco del semejante, la mirada que
separa, la mirada que disloca, la mirada que tranquiliza, la mirada
que aliena, la mirada que confiere existencia al Otro en tanto que ser
separado de su propia existencia…

Y es que la mirada, como lo podemos constatar cada día en nuestra vida
cotidiana, resulta ampliamente influida por la idea que tenemos de
aquello que una etiqueta, una categoría, una palabra designan.

Si me presento ante vosotros como periodista o como madre concernida
por la problemática autista, o como cualquier otra cosa que elija
poner por delante, la mirada que vais a poner en mi, en mi
intervención de hoy, resultará ligeramente diferente, aparecerá
determinada por lo que sabéis de tal o cual categoría que me designa
como incluida en un grupo.

Yo escribí el libro Salir del autismo con la esperanza de producir un
cambio aunque fuera pequeño, aunque fuera mínimo, en la mirada que
cada uno de nosotros ponemos en las personas que agrupamos bajo el
significante de autismo.

- Para que se miren de otra manera los desórdenes visibles, los
síntomas que saltan a la vista y que a veces, incluso, petrifican a
los que tenemos en frente, aniquilando la posibilidad de su
pensamiento al provocarles reflejos de miedo o de angustia.

- Para que estas manifestaciones sean comprendidas por lo que son:
manifestaciones de sufrimiento, y no como la rúbrica de un estado de
deficiencia irremediable o como algo amenazante para uno mismo.

Cuando miramos las cosas de esta manera - y esto es tan importante
para un niño con dificultades que, como todos los demás niños, es un
sujeto en construcción - estamos dando a este niño otra pequeña
oportunidad de « terminar de nacer », según la expresión que tanto me
gusta de Barbara Donville o, lo que es lo mismo, de entrar en la
sociedad.

Y es aquí donde está en juego la mirada de cada uno de nosotros y no
sólo la de los padres o de los allegados está en juego: es necesario
que esta sociedad tenga ganas de comprender lo que está en juego para
niños que no crecen de manera ordinaria, es necesario también que
acoja los desvíos dentro de una normalidad ambiental, que entienda que
en estas diferencias hay también una fuente de riqueza y creatividad.

A contracorriente del discurso que categoriza con exceso los síntomas
hasta perder el deseo de buscarles un sentido…, quisiera hacer oír que
existe la posibilidad de una evolución positiva de los síndromes
autistas, que los niños calificados de « autistas » no están
programados para permanecer encerrados dentro de su estructura  ni
para ser esencialmente autistas, que hay tantos autismos como niños
diagnosticados como tales, que una vez establecido el diagnóstico y
los sufrimientos reconocidos, hay que olvidarlo para construir el
camino singular de cada uno, porque no hay un modelo, queda todo por
inventar para cada sujeto, en cada caso y esto exige una energía
considerable para los padres y para todos los que se ocupan de ellos.

El deber de la sociedad entera es ayudarles. Ellos necesitan ayuda
material, necesitan recursos, pero ante todo necesitan esta
fraternidad de una mirada que no evalúa antes de comprender, que no se
siente en peligro por la diferencia, que, incluso y sobretodo, busca
alimento en esta diferencia. Ahí empieza la reparación mediante el
vínculo, ahí empieza un intercambio mutuo. Abrir este camino es un
trabajo largo y agotador, pero da sus frutos y esto tan sólo se puede
plantear si terminamos con la convicción de que el estado autístico es
una fatalidad: un defecto insuperable de genes y de neuronas
defectuosas. Ello será posible sólo si la angustia por el futuro deja
de teñir las miradas y ellas pueden abrirse al presente.

 Es el miedo el que actualmente nos lleva a clasificar a los niños en
categorías cada vez más afinadas según sus comportamientos. Es,
realmente, el miedo el que hace leer cualquier diferencia con el
prisma de la deficiencia, de la falta. Las denominaciones estancas que
tienden a excluir del campo de la humanidad común se multiplican cada
vez más para preservarnos de algo que, de otro modo, nos tocaría
demasiado íntimamente.

Y, sin embargo, ¿es preciso recordarlo? Entre lo patológico y lo
normal hay un continuo. Sí, ¡uno se puede deslizar de un lado a otro
en los dos sentidos, en un momento dado, en una vida, con una o dos
generaciones de por medio!

He escrito este libro con la aspiración de llegar a un público
exterior del que se podría denominar « el mundo del autismo », un
público más amplio que el de los padres, el entorno en sentido amplio,
porque la mirada que se pone en los síntomas de un niño en
construcción es capital; ya que el pequeño humano, el muy pequeño ser
humano, cualquiera que sea su manera de crecer, sean cuales sean sus
enfermedades, sus sufrimientos, se construye, en primer lugar, ante la
mirada de los otros. Hay miradas que abren a un porvenir, que abren
perspectivas o, a la inversa, que encierran.

Hay miradas,  proyecciones relacionadas con el vocabulario empleado y
con la fijeza que transmiten, que sostienen o, por el contrario, que
hieren aún más.

He querido centrar esta intervención en el tema de la mirada en el
autismo infantil porque hay dos maneras de contemplar a los niños con
dificultades tan importantes de relación y de comportamiento: o bien
mirarlos a través de lo que les falta o bien considerar, en primer
lugar, sus capacidades.

Un niño atrapado en la problemática del autismo es devorado por
angustias multiformes, por miedos cuya intensidad no nos imaginamos.
Estamos hablando de niños que no han podido investir la mirada del
Otro como algo que contiene, algo que permite explorar un espacio
seguro entre él y el Otro, que le permita sentir que existe en un
continuum con límites.

En estas condiciones, la mirada siempre puede producir fracturas,
puede resultar punzante, perseguidora. En estas condiciones, también,
el don de una mirada benévola, que contiene, que se deja guiar por lo
que ocurre en el momento, en términos de emoción, de relación, es
tanto más necesaria y reparadora.

Este don es la gratuidad plena y entera.

Es lo contrario de una mirada cerrada, de la mirada del que sabe, que
proyecta demasiadas imágenes que no se corresponden con lo que el niño
siente. Se trata de una mirada que no se deja enseñar por el niño.
Estos niños, más que otros, durante más tiempo que otros, estos niños
necesitan una mirada que busca una concordancia emocional y afectiva
para comprometerse en el vínculo con el otro, con la mutualidad que
esto supone.

El titubeo de la mirada supone el abandono de la búsqueda de una
certeza, supone tomar el riesgo de no saber, de equivocarse. Pero no
se vive sin riesgo y éste es más fecundo, más portador de vida que las
proyecciones poco gloriosas que les encierran, rápidamente, en un
destino seguro, categorizado según los principios teóricos válidos
para todos.

Cuando se habla de los más pequeños, con los que todo queda por
construir- en los estudios científicos, se evoca, cada vez más a
menudo, la plasticidad neuronal- la mirada que se detiene en el «
pleno » es más creativa, es la que devuelve el individuo a su
existencia entera, como individuo, porque respeta lo que hay de
positivo, porque empuja hacia el salto existencial, sin reducir la
dimensión del ser a sus dificultades.

Esta mirada ofrece la posibilidad de seguir en lo cotidiano ya que
todo se juega en lo cotidiano, en los pequeños hechos y gestos, en las
palabras menudas, así como en los tiempos de atención y de educación.
Una pregunta que sigue sin respuesta, un acto inapropiado frente a una
demanda -aunque esta demanda sea, ella también, inapropiada-, se añade
a las heridas que alimentan un sentimiento de inexistencia ya
demasiado imponente.

Esta mirada otorga la capacidad de dar seguridad, de contener, la
necesidad de  controlar sus propios miedos, de interrogarse sin cesar
sobre lo que alimenta nuestra propia mirada sobre el mundo y sobre el
Otro. Esto lleva a veces a confrontarse con vértigos personales porque
los terrores que sienten estos niños son también los nuestros,
sentidos en un momento u otro de nuestra existencia, dominados, poco a
poco, gracias a la suerte, al amor de los seres queridos…

Si estamos bien es también porque hemos escapado al estupor, entendida
como petrificación de las emociones pero, en cada uno de nosotros, hay
huellas de estas heridas existenciales, de estos grandes miedos
fundamentales relacionados con el temor a la muerte. Y no se precisa
gran cosa  para reactivarlos.

No hay una manera única de estar en el mundo, una manera única de
triunfar en la vida sino que cada ser humano se construye integrando
en su interior las diferentes miradas de los otros. Y la mirada está
cargada de nuestros sentimientos conscientes pero también de nuestras
emociones inconscientes.

No he querido dar testimonio de mi historia personal si no de este
peso de la mirada para que cada uno de nosotros se sienta concernido.
He experimentado a lo largo de mi recorrido como madre el consuelo de
la mirada que ayuda a sentirse orgullosa, que ayuda a sortear
dificultades, a encontrar soluciones, a tomar conciencia de su propia
mirada sobre su niño, y a estar feliz de cambiarla, porque le alegra
la vida al sentirse pertenecer a la comunidad de los otros.

También he experimentado la amargura de miradas que hunden en un papel
de víctima, que excluyen, que minan la confianza en uno mismo, que
descalifican.

Los padres no pueden estar solos aunque se agrupen entre ellos.
Necesitan a toda la sociedad para inventar sin cesar nuevas
soluciones, reales y humanas, que no estén únicamente bajo el
semblante de la inclusión, sino que les permitan una inscripción
verdadera en la comunidad humana; arreglos singulares que hacen
atemperar la angustia ante el mundo y que permiten a las creatividades
singulares realizarse en pos del enriquecimiento de todos.

El bienestar no puede conformarse con respuestas estandarizadas,
protocolarias, reproductibles de uno a otro, que engendren guetos. No
existen soluciones masivas al autismo y la vía de la esperanza me
parece que se encuentra en la preservación de la variedad, en la
agilidad de las pequeñas estructuras que promueven la creación.

Los niños gravemente perturbados necesitan, más que nada, una mirada
que no evalúe antes de ver, que no lo mida todo con un rasero
estándar, una mirada que dé a los otros la posibilidad de ser
plenamente lo que es, por muy extraño e incómodo que sea.

Una mirada que de existencia, que no busque dominar. Es una mirada que
da, que sostiene, que comparte, que no afirma su superioridad aunque
sea por la vía indirecta de la piedad.

* Intervención realizada en el Congreso sobre "La especificidad de los
funcionamientos de la persona con autismo" el 28 y 29 de enero de 2010
en Dijon (Francia), en la sesión titulada "La mirada de los otros
sobre el funcionamiento singular del niño autista".

Jacqueline Berger es periodista y autora del libro Sortir de
l’autisme, Ed. Buchet-Chastel (2008). Traducción: Dora Maestre con la
colaboración de V. Coccoz y C. Cuñat.

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